La ilusión ilustrada: el caso de Carlos Peña

Dr. Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

Fuente. Radio del Mar.

Antes de partir, debo confesar que esta columna es fruto de un cierto cansancio, de una fatiga autoinfligida y permanente producida por tener que convivir, virtualmente, con la figura de un tribunista que deambula repetidamente por diferentes espacios: académicos, mediáticos y políticos, produciendo en este desplazamiento itinerante y sistemático una sesgada opinión pública y generando una serie de ilusiones respecto de la contingencia que son, a mi juicio, tan ambiguas como peligrosas. Alguien podrá decirme, con razón: “para qué lo ves, para qué lo lees”. Respondería con esta frase de Marco Aurelio, filósofo estoico y discípulo de Séneca: “Quien huye de sus obligaciones morales es un desertor”. Debo y me toca ver y leer lo que no quiero ver ni leer.

Una rápida e inicial búsqueda etimológica de la palabra ilusión, nos indica que viene del latín illusio, que significa “engaño” o “juego”. Durante la segunda mitad del siglo XIX la palabra adquiere un sentido diferente y más extendido, nos referimos a lo que comúnmente utilizamos para definir una esperanza, algo por llegar, una expectativa muy deseada.

Así pues, para este texto nos serviremos de la etimología original de la palabra ilusión (engaño), tomando como ejemplo a este columnista y apologista del orden, el que puede ser entendido, también, como un férreo dispositivo mediático, defensor radical de un solo tipo de “violencia”: la del Estado, al tiempo que opositor feroz a lo que denomina “violencia vandálica”. Nos referimos igualmente a un individuo capaz de enarbolar sendas teorías filosóficas y sociológicas sobre temas tan variados como la desigualdad, lo generacional y lo político, sin, a nuestro juicio, soportar sus argumentos en una sistematización filosófica rigurosa ni tampoco a partir de un mínimo trabajo de campo que las legitime. Se tratará, finalmente y en diagonal, de intentar despejar la forma en que reduce una cierta idea de “razón” a un insistente y majadero entramado de artefactos intelectuales preparados para la ocasión.

La racionalidad sin razón

Hablar de Carlos Peña es hablar de un gigante comunicacional, de un sujeto cuya cuidada elocuencia y pulida imagen pública le ha significado, también, una multitudinaria fila de feligreses que esperan su columna de los domingos en el Mercurio, con la esperanza de que les será revelado una suerte de evangelio sobre la contingencia social y política de Chile. Con la convicción de un oráculo, aunque mucho más anclado en la aritmética filosófica –heredada de su máximo referente John Rawls– que en las interpretaciones hermenéuticas que desde los mismos oráculos se pueden extraer, ha intentado, desde hace casi dos décadas, retratar cada fase, etapa o momento de la historia política reciente de nuestro país. Para esto se ha transformado en un extraordinario y prolífico escritor de libros sobre lo que ocurre, revelando, según mi opinión, el vicio típico de quien no reflexiona sobre los hechos en profundidad, sino que reacciona frenéticamente a ellos, construyendo en esta dirección un relato urgente pero no profundo, arropándose con todo tipo de artilugios intelectuales que le permitan ser la “voz” epónima del momento, y no cediendo un solo lugar en su pódium racionalista. El hombre ha desarrollado un oficio, lo otorgo, con trabajo duro y una voraz hambre mediática, sin embargo, esa racionalidad es menos el fruto, como se ha señalado, de una vocación filosófica o sociológica fundamental, y más un artefacto hecho a la medida que nos ilusiona con una falsa rigurosidad y un pedante liberalismo que, rara vez, es sensible a lo que realmente ocurre a lo largo y ancho de la sociedad chilena.

Solo daré tres ejemplos, breves, donde estos excesos de racionalidad sin razón se expresan:

La desigualdad. Al escuchar a Peña hablar sobre la desigualdad, lo que nos llega, en primer lugar, es una justificación; justificación medular en su análisis que tiene que ver con que los 30 años después de la dictadura han sido los más felices y pletóricos que la sociedad chilena ha experimentado. Para esto, se basa en una serie de cifras que cristalizan el problema al interior de una dimensión puramente estadística, donde, lo que es cierto, una gran cantidad de chilenas y chilenos habrían dejado la pobreza para ingresar a una dinámica de consumo que los transformaría, casi por arte de magia, en individuos más plenos/as. Todo esto sin haber hecho un día de terreno o trabajo de campo, sin aplicar ningún instrumento ni conceder un mínimo a lo que las y los intelectuales, hombres y mujeres de este país, se han dedicado a estudiar por décadas. En esta línea, lo que evidentemente desestima Peña, es que la desigualdad es un sinnúmero de experiencias, sensaciones y sentimientos subjetivos que están muy lejos de la objetividad con la que realza al Chile de los últimos 30 años. La igualdad en el acceso al consumo, construida a través de medidas racionalmente planificadas por los gobiernos de la Concertación, no implica, bajo ningún punto de vista, una igualdad social o política. Las experiencias de segregación cotidiana en la escuela, el trabajo, a nivel de género o de pueblos originarios, en fin, supera por mucho la objetivación cuantitativa del fenómeno. En Chile se ha construido una sociedad fragmentada y fragmentaria que obtiene su legitimidad en la sumisión sistemática de los individuos a las leyes que un mercado, consolidado a partir de intereses sectoriales, ha edificado. Me resuena, a esta altura, la cita de Hobbes: “La desigualdad que ahora existe ha sido introducida por las leyes civiles”.

Lo generacional. Desde que comenzó el “estallido social” –concepto al cual se opone por encontrarlo en demasía rápido y fruto de una sensación popular que no es capaz de tallar simbólicamente un momento político apresurándose a rotular sin pensar–, Carlos Peña ha sostenido en innumerables ocasiones que este movimiento es fruto de una generación acéfala, anarquista, sin respeto por la autoridad y que se mueve inspirada desde una oscura zona pulsional que no le permite comprender ni menos racionalizar lo ultra complejo del fenómeno. Hace unos días sostuvo en una entrevista que toda “La certeza de los jóvenes es puramente subjetiva”, lo que los atrinchera en un espacio sentimental, precario intelectualmente y donde no hay capacidad alguna de “hacerse de la verdad”. Me pregunto ¿hay alguna certeza que no sea subjetiva? ¿existe algo así como el puro análisis objetivo de los hechos sin que éste pase por esa florida pradera que es la subjetividad humana? Seguramente no estima en demasía a Berger y Luckmann y a su magnífico texto “La construcción social de la realidad”; un clásico de la sociología contemporánea que explica de manera precisa, clara y con toda la fundamentación posible, cómo es que todo lo que entendemos por objetividad/exterior, es fruto de un proceso subjetivo/interior que termina por representarnos la sociedad y las cosas de una manera y no de otra. Otra vez Peña, en sus análisis, nos arroja pobres consideraciones sobre la generación que ha llevado adelante este proceso histórico y excepcional en nuestro país.

La violencia y el orden. Quizás es el punto que más decididamente, Carlos Peña, se ha dedicado a defender en los últimos meses. Nos referimos a un tipo de análisis que desestima, en su misma argumentación, la posibilidad de que existan “violencias”, con “s”, ajustando su ideario a la defensa del orden institucional y condenando lo que considera la violencia vandálica. No es mi intención defender a lo que objetivamente puede ser considerado como violencia callejera o vandalismo, a la destrucción de bienes, en apariencia, sin sentido y que no aporta a un movimiento que ha develado el abuso neoliberal en todas sus formas de manera radical y poética: no, no es mi intención. Lo que busco es poder dar cuenta de cómo Peña abrevia la violencia, la descomplejiza, la neutraliza, avalando solo una, la de las fuerzas del orden. Es raro escucharlo hablar sobre las violaciones a los derechos humanos y su condición sistémica, más bien lo que se le entiende es de casos aislados que obedecen al descontrol contextual de unos cuantos carabineros que se han saltado los protocolos. No se refiere, con la misma intensidad que critica a los “violentos”, a que este tramo de la historia de Chile ha estado marcado por declaraciones de guerra por parte del Presidente de la República, al toque de queda, a las más de 400 personas que han sufrido pérdidas o daños oculares, a las torturas y abusos en los retenes y comisarías, a las mujeres abusadas, en fin, a los 35 muertos que ha dejado la acción de las fuerzas policiales. Tampoco se pregunta cuál es el origen de la violencia que critica, la desculturaliza, entendiéndola como un efecto autónomo que no se emparenta con factores históricos y políticos como la sabida exclusión, la segregación y la discriminación adherida a los huesos de esta sociedad. Violencia es, para él, el ejercicio de revelarse contra la autoridad. Nada más.

Podríamos extendernos aún más, pero esto ya dejaría de ser columna. Solo hemos querido hacer un retrato, general, de un intelectual que ha hecho de su ejercicio racional un secuestro de la razón. Los intelectuales no podemos arrojarnos el sentir de los procesos sociales ni menos definir la verdad que los dinamiza. Lo que nos queda es poder atender a los tránsitos históricos sin caer en jugarretas intelectuales ni menos sucumbiendo a la frenética construcción de falsos imaginarios.

Chile, sus hombres y mujeres, sabe cuál es la ruta, no necesitamos de ilusiones ilustradas.

 

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